viernes, 31 de julio de 2015

Sentirse en casa.

Te mastico, te trago y te digiero.

Te masco como a un puñado de tabaco 
que se me coge a las muelas 
y no sale ni con otra lengua.

Ni a lametones de otra vida 
que no sabe nada de tu muerte; 
ni de las cientos de veces 
que le he llorado a tus amaneceres, 
queriendo parar el tráfico de tus vaivenes, 
levantando tanto la mano 
que me dolían los hombros de sostenerte las dudas.

La jodida estatua de la libertad pero en tu mapa.

Delimitando la subida de mis brazos 
con la anchura de tus pretextos.

Pero me acostumbré, 
y al final todas las faldas quedaban mejor 
si estiraba los brazos 
y te miraba tan inocente, 
que era mentira lo que te decían mis ojos 
solo porque mis intenciones por las noches 
hablaban mucho más fuerte.

Ensordecedoras.

Me sentía un pájaro en una jaula 
con la puerta de par en par, 
pero sin saber volar; 
asomando la cabeza hacia la libertad 
y rechazándola porque sabía 
que no iba a saber sostenerme. 

Y una hostia segura 
es mucho peor que una evidente.

Cantaba fuerte 
para que quisieras tenerme en cautividad toda la vida, 
pero que me dejases ser salvaje.

Picotear todas las manos que se asomasen 
y no llevasen esa cicatriz en el dedo meñique 
de cuando jugabas a ser celoso 
y te enfadabas por todos aquellos 
que se ofrecían a llevarme al fin del mundo.

Pero menudo timo, 
que tengo media orza del zapato 
asomando al último precipicio 
de la última opción de todos nuestros futuros, 
y nadie me ha acompañado. 

Ni siquiera tú.

Ahora cuando me hablan del fin del mundo 
suelo responder que mejor me lleven al principio.

Al principio de todos los mundos 
y me muestren otro camino 
que no lleve a una calle sin salida. 

¿No decía Galileo que todo esto era redondo? 
Que me enseñen a darle la vuelta 
sin acabar tropezando siempre 
con todo lo que dejamos a medias.

Sin vomitar 
como en una borrachera de alcohol barato 
y desear quedarme en los dieciséis, 
cuando tres líneas mal escritas 
y un paseo en moto te aclaraban las ideas 
y te hacían imaginar el día de tu boda.

Desde mi jaula se ve otra jaula. 
Y otra. 
Y otra. 
Hasta otra más. 
Y en todas estoy yo. 

Como si me coleccionaras por fascículos, 
evitando que se juntaran todas mis partes 
y tuviésemos el valor de abrir las alas de par en par.

Me desmontas 
y cada día me das un trocito de mi que desconocía. 
Me conozco a través de ti 
y eso es una putada.

Riego la falta de iniciativa 
de todos esos idiotas 
que piensan que un corazón roto 
ya no sabe querer; 
como si para querer a alguien no fuese necesario 
odiar la falta de cojones de otra persona.

Y yo odio tanto la tuya 
que creo que puedo querer desmesuradamente.

Pero picoteo todas las manos que aparecen, 
a ver si a alguna consigo darle en el meñique 
y cientos de copas después, 
cuando me lleve los dedos a la boca, 
paso los labios por la herida 
y vuelvo a sentir(te).

Los mejores orgasmos siempre se tienen en casa. 
Nadie puede correrse plácidamente 
si no se siente a salvo. 
Y nadie se siente a salvo 
si no le besan con sabor a hogar.

Te mastico, te trago y te digiero.

Me duele la tripa como si llevase días sin comer. 
No me puedo creer que empieces a no ser suficiente.

Te escupo, 
en una bocanada, 
en un intento de sacar al monstruo que creaste, 
tiene tus ojos, tan guapo.

Tan tuyo, tan nuestro.

Abro la boca de par en par 
y dejo que vuelva a entrar.

Y mastico, 
como si estuviese mascando un montón de marranadas 
en una de esas tardes de película 
que ya nunca son conmigo.

He cerrado la puerta de la jaula 
y me he anudado las alas con fuerza.

Domestícame. 
Quiero sentirme en casa.

martes, 28 de julio de 2015

1001.

Me han quedado tantas cosas por hacer antes de perderme. 
Y ahora aunque las recuerde no se como volver.

Volver a verme, 
y verme viéndote, 
y verte para volver a ser. 

No nosotros.
Volver a ser yo.

He asesinado con mis propias manos 
a todas las esperanzas tontas, 
y aun así, sigo pensando que llamarás.

Y si no lo haces, 
creo que voy a obligar al suicidio 
con el cable del teléfono 
a todos los papeles donde escribí tu número.

No he caminado descalza por mi tejado, 
jugando a ser un gato callejero 
que se relame los bigotes 
porque aun cuelgan de ellos su último almuerzo.

Apagar el despertador 
y jurar que no voy a salir de la cama 
hasta que alguien me recuerde 
a que sabe el verano cuando no te sientes invierno.

Descolgar los pies 
por un precipicio imposible 
en el que siempre estoy a punto de caerme por última vez. 
Y volver. 
Volver siempre para jugar 
con aviones de papel justo al borde, 
mientras apuesto fuerte por mi equilibrio, 
aunque llevemos meses sin hablar.

Jugar con una bala que aun huela a corazón, 
y dejar que mi parte maligna 
quiera vestirse de puta con la bala en el bolsillo, 
y decidir, a descarte, 
que caja torácica vamos a follarnos hoy. 
Y hundirla.

Hundir la bala tan adentro 
que sepa de memoria 
que mis pecas dibujan una flor sin pétalos.

Dolerle a alguien tanto, 
pero tanto, 
que solo pueda leer poesía y maldecirme.

Romper un espejo 
mientras paso por debajo de una escalera, 
y tentar a la mala suerte con una falda corta 
y un escote más largo que los siete años de mal fario.

Que vuelvan París y sus luces, 
y que a todos los suicidas de la Torre Eiffel 
se les encienda la vida, de color violeta.

Besar en los labios a algún paralítico emocional 
y acelerarle de tal forma los latidos, 
que sienta como explosiona un corazón 
dentro de una ciudad dormida 
que ha olvidado que hay edificios 
que se levantan con poesía.

Mover los dedos desnudos 
por un piano que suene a tristezas 
y llorar encima de él 
hasta humedecer la madera 
y jurar que lloraba conmigo.

Comprar flores para el alféizar 
de una ventana que tapé hace siglos, 
y hacerle de sol.

Salir de noche con unos tacones 
con los que no sepa caminar, 
que cuando la Luna me vea 
asomar las rodillas en Enero, 
se ponga hasta arriba 
y me recuerde a una erección astrológica 
en la que se recolocan las estrellas 
y me invitan a bailar.

A bailar mucho. 
A bailar sin pararme ni un segundo. 
A bailar aunque no haya pista, 
aunque no haya música. 
A bailar tanto que termine por necesitar 
unos tobillos nuevos 
que no sepan nada de los pasos que había 
desde la puerta hasta tu cama.

Y olvidar el sonido de mi voz 
recitando de memoria cuantas baldosas 
me faltaban para llegar a tu boca 
y que empezase el declive.

Sentir la libertad escalando 
por mi espalda desnuda, 
desatándome todos los lunares 
y llenándome los huesos de días de independencia 
y revolución.

Contar estrellas bajito 
y quedarme dormida en la mil uno 
para volver a despertar un par de firmamentos después 
y encontrarme.

Encontrarme tan bonita 
que pueda volver a colgar el espejo en la pared 
que queda frente a la cama, 
y hacerme el amor cuando me visite el insomnio.

Y no tener miedo cuando de madrugada 
no haya tráfico en una ciudad que duerme.

Cuando se trata de ti.

Siempre tuve paciencia 
cuando se trataba de ti, 
de hacer que el tiempo no pesara tanto 
cuando me besas, 
de utilizar mis piernas 
como las agujas del reloj de tu muñeca.

Pero la paciencia se marcha 
cuando ya no quedan tiempos felices 
a los que naufragar.
Cuando el pasado pierde el culo 
por un leve roce de la lengua del futuro, 
que anda de copas entre canciones 
que le siguen recordando a ti.

Se que ya no hay versos ni bragas 
que no conozcas de mí, 
que sabes como huele mi pelo 
cuando acabo de salir de la ducha, 
y conoces como se me recolocan los lunares 
cuando tratas de desdibujarlos con saliva.

Y con paciencia, 
justo la que he perdido 
cuando has decidido huir detrás de otra poesía 
que no lleva mis intenciones. 
Ni mi falda.

Pero que comparte perfectamente 
mis ganas de ti.

Me siento en tierra de nadie, 
y supongo que empiezo a aunar sentimientos 
con todos esos que quieren salir de su país.

Quiero huir del sonido de tus bostezos, 
que me recuerdan a los sueños 
y estos siempre acaban llevándome hasta ti.

Quiero huir de tu pelo despeinado 
que atrae a mis dedos, 
tejiendo un domingo enmarañado 
que nos atrapa con la facilidad de una de tus mentiras.

Huir de tu boca suave 
y tus palabras fuertes. 
De tus manías. 
De tus ‘’no voy a volver esta noche’’, 
y que sea la vez cien que tú mismo 
te quitas la razón.

Quiero salir de las fronteras de tus miedos, 
de los vértices de tu cuerpo, 
de la nacionalidad de tu sonrisa.

Y perderte en el Norte 
para jamás encontrarte en el Sur.

Como te decía, 
yo siempre tuve paciencia, 
e hice prórrogas de mierda con tu bragueta. 
Señalé en el calendario mil días perfectos para olvidarte, 
y traté de disfrazar el desastre con algo de poesía.

Pero como hacer una rima sin mencionarte. 

Como escribir sin atraparte 
entre un montón de versos con final alternativo 
para ahuyentar un poco a la idea 
de que no hay más posibilidad 
que querernos mal muy de cerca, 
o querernos bien demasiado lejos.

No somos más que un intento 
de ser cualquier otra cosa, 
menos nosotros.

A veces el amor no es un rescate, 
ni una liberación 
ni siquiera un salvamento; 
a veces amar no conlleva salvar 
a una persona de si misma; 
quizás sea más bien un: 
‘’me quedo aquí porque no se me ocurre 
mejor vicio que tú’’.

Me quedo porque de entre todas mis ruinas 
y catástrofes, 
yo te escojo a ti.

Me quedo para hundirme si no flotas.

Que a veces no hay más vida 
que pequeñas dosis de muerte 
en una boca que sabe a precipicio. 

Otras no hay más verdad 
que un montón de mentiras juntas, 
apiladas de tal forma 
que nadie las pueda combatir.

Incluida yo.

Otras, 
no hay más libertad 
que la que te encierra en otro cuerpo. 
En otras caderas. 
O cadenas.

O entre recuerdos que saben a sal 
pero que nunca curan heridas. 
Ni miedos.


Que como te decía, 
yo siempre tuve paciencia, 
supongo que porque cuando se trata de ti, 
esperar nunca es una forma de alejarse. 






miércoles, 22 de julio de 2015

Heridas y valientes.

Me tengo tanto miedo, que me observo en el espejo y me asusto de unos ojos enormes que me miran despierta mientras todos mis sueños duermen en una habitación que se parece al mar. 

El viento sopla y las teclas del piano suenan solas. 

Me observo desde uno de los ángulos muertos de mi habitación, justo desde aquel en el que me escondía y me imaginaba como debía de ser que viniesen a buscarte cuando decides no salir. Cuando no te asoman ni los pies, ni las ganas. 

Se descuelgan las fotografías de todas las paredes y se hacen añicos en el suelo. Bailo descalza sobre los cristales. Desde que no camino hacia ti no siento los tobillos.  

Se abren todos los cajones mientras me tumbo encima de la cama con los pies fuera de ella. Evitando manchar las sábanas por si esta noche vienes. 

Cierro los ojos y consigo librarme de mi misma. Me veo dormir tranquila. Como cuando mi madre me curaba las heridas de las rodillas mientras yo intentaba culpar a todos de mi caída.

Me odio un poco más. Odio mi pelo rubio. Las pecas. Las pestañas. 

No me toques, quita, no me toques que los gatos callejeros no nos dejamos querer. Vivimos en tejados ajenos robando parcelas de una vida en familia que no nos pertenece. Del mismo modo que yo no me pertenezco porque no me gusta ser mía. No me gusta cuidarme. Ni colgarme cientos de dietas imposibles en el frigorífico.
Detesto avisarme de que hoy llegaré tarde y conocerme tan bien que consiga evitar todas las canciones que me hacen llorar. No me gusta plancharme la ropa y fingir que todo está en orden. 

Amontonar sudaderas tan bien dobladas que nadie se atreva a romperme los esquemas.
O las medias.

Me hablo fuerte desde otro lugar de la habitación. 

¿Me escuchas? ¿Escuchas lo que intento decirte aunque no hablemos? Aunque llevemos semanas sin cruzarnos y no quiera confesarme que me espero. 

Me espero en una sala vacía mientras me repito que no hay peor distancia que la que te separa de ti misma. Cuando dentro de ti aparecen los kilómetros, es mejor que te pongas en busca y captura cuanto antes. 
He colgado carteles luminosos con mi cara, empapelando las paredes de todos los garitos por los que solía descarrilar. 

Me escuecen los tobillos, he caminado cien veces por la misma manzana y ahora los siento. Miro hacia atrás y todo está lleno de huellas. De pisadas. 

Me he tropezado conmigo al girar la calle y no me he visto guapa. Rubia si, pero no guapa.

He corrido detrás de mi y he acabado debajo de tu casa. Consciente de que a veces, para encontrarte, tienes que regresar exactamente al lugar donde te perdiste, y correr el riesgo de no verte por allí. 

Me he sentado en la escena del crimen y me he cuestionado en que momento me obligué al suicidio emocional. 

Mirándome a los ojos me he preguntado donde narices he escondido el cuerpo, y me he pedido, a tiro de pistola cargada de súplicas, la lista de todos los que asistieron al entierro.

No hay más ciego que el que no quiere ver. Y pestañeo, pestañeo hasta verme con claridad al otro lado de mi habitación. 

He arrastrado el cadáver hasta la cama, y me he colocado a su lado, abrazándome tan fuerte que me dolían todas las sensaciones amputadas. He notado las derrotas y he llorado por todas tus pérdidas. Por todas las veces que te perdí en mis intentos de que te quedaras para siempre. 
Me he secado las lágrimas una a una, y me he dejado dormir tres días enteros. Me he permitido la bebida más fuerte de todo el armario de mi padre, repetidas veces hasta perder la conciencia y ver los relojes girar a la inversa. 
Me he puesto a favor del tiempo y he repasado todas las paradas que hice antes del declive. 

Y lo he entendido todo. 

Que no se encuentra lo que no se busca. Que no se ve lo que no se mira. Que no se cura lo que no se cuida. 

Que me he descuidado convenciéndome de que mis ojeras tenían un lado sexy solo porque hablaban de ti. 
He entendido que todas mis guerras soy yo. Y que cada una de las veces que escuché sonar el gatillo, lo estaban apretando mis dedos. 

He dejado de culparte de las heridas en mis tobillos. De no sentirlos. 
Y hoy mismo, me he comprado unos zapatos nuevos a los que no pienso enseñarles el camino hasta tu casa. 

Me he mirado al espejo y he vuelto a reconocerme, un poco más guapa.

Las heridas le sientan bien a los valientes. 

martes, 21 de julio de 2015

Una casa sin ventanas.

Cerré fuerte los ojos y te soñé. Te soñé tan intensamente que creía estar mirándote por una de las ventanas de mi habitación. 
Después me di cuenta de que mi casa no tiene ventanas, ni cortinas. Que el sol no entra porque me recuerda a tu cuerpo tendido en la cama. 

Pero los fantasmas siempre se cuelan. Como si los cimientos se hubiesen levantado sobre un viejo cementerio hindú. Me visitan a horas dispares para que nunca pueda estar preparada. 

Escucho como una niña tira piedras a una piscina sin agua. Dan al fondo una y otra vez, como los dolores de cabeza. Como las migrañas. Lleva un vestido de color azul. Azul como el mar, que no se ve desde mi casa porque no tengo ventanas. 

Me mira con tus ojos y la esquivo, como si fuera la jodida niña de la profecía y yo estuviese viendo la película en la última fila de un cine vacío donde asesinaron a todos aquellos que fueron sin pajera. 
Y yo llevo tanto tiempo sola.

¿Cuánto hace que te fuiste? 
Y escucho eco. Un eco que pervive entre las paredes de una habitación gris, y que no puede salir porque no tengo ventanas. 

La piedra sigue dando al fondo pero ya no está la niña. Sube y baja sola, por inercia, como todos los que amamos dentro de un jodido bucle incapaces de tomar otra dirección porque hemos perdido el puto mapa. 

Y a mi los globos terráqueos me marean. 

Camino por una calle sin nombre, y unos señores con sombrero me señalan. 
Estoy tratando de buscarme, pero no te olvides de que si lo hago, es porque me he perdido. Y si me he perdido, es porque un día estuve justamente donde tenía que estar.

Ya no, claro. Ya no nada. 

Los señores no tienen rostro. Pero podría jurarte que lloraban desconsoladamente. Como si estuviesen en un funeral de alguien muy cercano. 
Miro hacia atrás y me doy cuenta de que llevo flores en el pelo.
Soy el muerto de un entierro al que no me han invitado. 

Camino más deprisa. 
Y me despeino casi por costumbre de todas esas noches en las que jurabas que era la chica más fea de todo tu historial, pero que se me daba bien arreglarlo con literatura.

Suma y sigue, me decías, pero yo nunca supe sumar, ni restar las veces que no sabías mantenerte conmigo en la cima, ni dividir el espacio de la ventana para que ninguno de los dos cayese al vacío; lo único que sabía, era multiplicar por cero todas las veces que intenté olvidarte: ninguna. 

No se ve el suelo. Está lleno de pañuelos con lágrimas. Con mensajes. Con recuerdos. Con enfermedades.
El mundo hecho pañuelo y tú resfriado. O el mundo resfriado y tú de pañuelo. 

Miro a todos los que siguen precipitándose al vacío después de dejar su papel o de interpretarlo. Me siento cruzando las piernas y los leo. No hay un solo mensaje de amor.
Y que pena. Que pena que nos chirríen los futuros bilaterales y no sepamos hacer una promesa que duela tanto que el tiempo nunca lo cure. Que no lo cure. Que lo acreciente. Que el amor sea una enfermedad crónica sin esperanza de muerte que dure toda la vida. 

Los pañuelos no se mueven porque no hay ventanas para que corra el aire y vuelen los recuerdos. Valientes hijos de puta que se cogen a la pared con clavos y no hay manera de descolgarlos. 
Alguien en la sala dice: un clavo saca a otro clavo
Que cansada estoy de mentiras. 

Aparece de nuevo la niña del vestido azul, lleva tres balas en el bolsillo; me tira de la mano para que vayamos a jugar.
La primera, acaba en mi costado, y hurgo con mis dedos para sacarla, pero se ha colado tan adentro que mis órganos vitales la han acogido como si llevase toda la vida ahí.

La segunda se me clava en la nuca y me atraviesa la garganta. Me rompe un par de cuerdas vocales, las que siempre utilizaba para nombrarte cuando estaba a punto de olvidar tus sílabas tónicas.

La tercera me la regala. Dice que si te veo, dispare. Y abandone la bala allí donde se instale. Que después corra. Que corra mucho antes de sentir la necesidad de darme la vuelta, sacarte la bala y clavármela en el corazón.

En todas las guerras hay varios heridos, la diferencia es que unos sanan sus heridas y otros las alimentan. Los segundos siempre escriben, los primeros no se muy bien que hacen.

Vuelvo a caminar por la calle. Y aunque lleve media vida en esta ciudad, no me siento de aquí, ni de allí.
Ni de ti.

Delante de mi hay un teléfono que comunica. Y un número en el que nunca me responden. Como aquel que te da el medio pero no puede asegurarte el objetivo.Como prometerte una vida pero no poder negarte una muerte. 

Es mucho mejor que me prometas que moriremos en vida cada vez que nos hundamos en un mar de dudas en el que todas las sirenas te hacen plantearte si soy suficiente. 

Me he vuelto a pinchar intentado sacar los clavos de la pared, y solo se hunden más. Me sangran los dedos a borbotones. Recorro la pared con ellos buscando las ventanas. 

Al final todo lo que queda son manchas circulares en una habitación cuadrada de paredes lisas, buscando una salida.

Como si se pudiese escapar de una jaula de la que no tenemos la llave.

Muertes sentimentales.

Me has cosido los tobillos al borde de tu cama, 
y no hago más que girar alrededor de tus mañanas, 
viendo como asoma la vida a tus bostezos 
y tus dientes encajan de esa forma en la que encajamos nosotros 
cuando el mundo es demasiado pequeño para tantas ganas. 

Me ataste los labios con un lazo de seda, 
y cuando he querido hablarle a otra desnudez, 
me he encontrado con una boca torpe, 
casi muerta, 
que no recuerda como se recita poesía 
cuando quieres despertar otra rebeldía 
a golpe de promesa.

Cogiste mis manos a tus lunares con saliva, 
y ahora no puedo usarlas para coserme las heridas. 
A penas he conseguido que otros instintos 
me coloquen cremalleras, 
que siempre acabo descorriendo 
para dejar que se cuelen las balas 
en un intento de que tus errores me hagan de salvavidas. 

Cerraste mis ojos con tus besos 
y no hay ya más paraíso 
que todo lo que tengo por recuerdo. 
Los párpados se han quedado pegados 
en un eterno insomnio que se inquieta 
cuando imagina a tus orgasmos atrapados 
entre cuatro paredes que no sostienen ni una sola foto de nosotros. 

Has arrancado el pomo de la puerta 
para que no pueda darle portazo a esta esperanza absurda 
que late aun cuando no late el amor. 
Que respira aunque la amordace 
y la envíe de vuelta hacia tu casa 
con mis bragas por bandera y un mensaje: 

‘’No se si me pesa la vida sin ti
o si pesas tanto que no me dejas vivir’’. 

Me has inmovilizado las caderas 
para que no las mueva en otra pista de baile. 
Para que mis movimientos sean torpes 
y acabe ensuciándome los zapatos. 
No hay música que me cale hasta los huesos 
ni un solo hueso al que se agarre la música. 
Aunque insista, 
aunque suba el volumen de la radio, 
aunque pare el mundo un instante 
para tratar de escuchar algún verso que no hable de ti. 

Has desmontado todos los escenarios 
y me siento la pieza de un puzle que no existe. 
De un lugar que no encuentro en ningún jodido mapa. 

Has volado por los aires todos mis viajes previstos: 
una explosión que nadie nota 
pero que destroza todos los caminos que no llevan a Roma.

Y Roma siempre eres tú

Me has roto la piel a arañazos, 
haciendo jirones toda mi ropa 
y obligándome a pasearme desnuda por tu habitación, 
arrastrando los pies porque me pesan las intenciones 
y me molestan los instintos. 

Quémame las obligaciones y las responsabilidades, 
y después sopla, 
sopla tan fuerte que todo cuanto quede de mi 
sean un puñado de cenizas que puedas moldear a tu antojo. 

Que se te cuelen en los pulmones al respirar 
y te molesten como pequeños cristales 
que lo van arrasando todo a su paso. 

Que sangres mi recuerdo. 
Que sangres y que duela. 
Y que mientras duela te alivie la idea 
de encontrarme en cualquier libro de poesía 
que dejaste a medias. 

Que tus lecturas de madrugada 
sean la forma de confesarte que me echas de menos.

Estoy intentando soltarte, 
porque se que es la última oportunidad que tengo 
para olvidarme de los pasos que hay de mi casa 
a nuestra tumba 
y dejar de llevarle flores. 

Hay muertes sentimentales 
que no merecen la primavera. 

martes, 14 de julio de 2015

La suerte no se olvida.

Verte mover tus dudas de lado a lado de mi habitación, 
cogidas a tu desnudez. 

Tus heridas son egoístas; 
si tienen que hacer sangrar las mías 
para no sentirse solas, 
hunden el cigarro en ellas 
y las invitan a los vicios. 

Como si la salud solo fuese un producto 
con el que comercializar y hacer negocio.

Pero no del tipo de negocio que tú y yo sabemos; 
no de esos de: si te quitas la primera prenda 
te digo la primera verdad.

Que te quiero aunque no sepa querer como se debe. 
Aunque no te pida nunca que te quedes después del polvo.

Aunque todo polvo se esfume 
por muy sólidos que pareciesen los cimientos 
antes de que todas las promesas se volviesen ceniza 
y nuestras bocas empezasen a soplar.

Pero todo lo que vuela, 
termina por caer, 
y a nosotros, 
la lluvia de ceniza siempre nos coge 
con los ojos de par en par 
y nos hace llorar.

Me saco tus cigarros del costado 
y nos los fumamos a medias, 
mientras me miras las clavículas 
y me susurras lo bien que quedaría un recuerdo 
cosido a ellas.

Y me las besas. 

Ahora mis hombros hablan de ti, 
y vale que ya no es tu lengua, 
y vale que es otra saliva, 
pero las historias siempre son las mismas 
y todos los viernes llueve ceniza.

Procuro tener los párpados bajados,
y soñarte. 
A placer de saber que existes 
aunque sea entre otras piernas. 

Que suerte haberte visto llorar por mi existencia. 
Que siempre te ha dolido más que mi ausencia, 
y explícale tú eso a alguien que no nos haya conocido. 

Decías que mientras estaba, 
te pesaban los días porque podían esfumarse.

Y cuando me iba, 
me pensabas con la calma que pone uno 
en recordar cuantas cucharadas de azúcar 
llevaba el postre de tu abuela. 
Y no tenías insomnio.

En cambio, cuando estaba nunca podías dormir, 
te asustaba despertar 
y que me hubiese ido con uno de corbata. 

¿No irías a por mi? 
Y tú respuesta siempre era la misma: 
no te buscaría porque acabaría encontrándote 
y volvería a tener miedo de perderte.

Me decías que yo era una suerte. 
Buena o mala. 
Pero suerte. 
Y que la suerte no se olvida.

Que la suerte está echada 
y que yo, sobre tú cama, 
tenía más pinta de buena que de mala. 

Pero que vete tú a saber si mi ombligo 
te dejaba pensar con claridad. 
Que de una escritora nunca hay que fiarse, 
pero si además escribe sobre ti, 
entonces puedes equivocarte, fastidiarla, 
meter la pata o la boca en otro escote, 
porque ella cogerá todo tu desastre 
y lo terminará convirtiendo en poesía.

¿Ves? 
Al final tienes tú la culpa de mis deslices. 
No los cuentes bonitos. 
Escribe por ahí que soy un cerdo, 
y cuenta lo de Lucía y lo de Marta. 
Escribe que me olvidé de tu cumpleaños 
y que el catorce de Febrero 
me presenté en tu casa borracho. 
Mucho más borracho que tu nuevo y perfecto novio. 

Pon también que acabaste la noche con él, 
pero la vida la acabas conmigo.
Ponlo. 
Que pueda odiarte un poco 
y se me hagan más fáciles mis malas decisiones. 
Que siempre llevan tu pelo.

Te asomabas a mi boca suicida 
y me prometías que un día, 
cuando ya no supieses volver a mi, 
ibas a matarme a golpe de recuerdo, 
y que después morirías conmigo plácidamente, 
como alguien que lo ha logrado todo en la vida.

Porque la suerte, decías, la suerte nunca se olvida.