domingo, 21 de febrero de 2016

Cuando conoces a un desconocido.

Hace tres veranos que pinté mi habitación. 
Aun recuerdo el color que tenía antes.

Me recordaba a ti, 
como casi todo de antes.

Como si todo antes fueses tú.

Hoy he mirado seis veces por la ventana; 
el sol olía a lluvia 
y de fondo sonaba el mismo capítulo 
de la misma serie 
que nunca termino de ver.

Pero mi habitación tiene un color nuevo
que es ahora y no antes.

Me he restregado las manos 
llenas de pintura por la cara, 
porque yo también quiero ser ahora.

A los pies de la cama hay una foto de la Torre Eiffel, 
aunque está inclinada, 
con resaca de suicidios.

Una niña me saluda desde una esquina del salón; 
lleva ahí, exactamente, diecisiete días. 
Nunca quiere venir a comer a la mesa.

Me he dado cuenta 
de que ningún vestido del armario 
pega con este nuevo color.

Ningún vestido de antes.

Pero los vaqueros si, 
claro, 
los vaqueros sientan bien a cualquier final.

Se me está curando el último morado
 que me hiciste entre las piernas, 
creo que es lo único que queda de ti en esta casa.

¿Estás preparado para irte?

Si estás aun aquí, 
manifiéstate. 

Algo se calló en la cocina. 
Un tarro de mermelada, 
como un espíritu enfadado que no se quiere ir.

Si te llevas mal con los demás muertos, 
es tu problema. 
Podrías haber hecho más 
por mantenerte vivo.

El sábado jugué a oxidarme 
con otras salivas. 
Me chirrían un poco los lunares entre sí.

En la mesa de la cocina 
hay un cuadro sin acabar, 
solo tiene tres colores: 
el de tus ojos, 
el de las últimas bragas que me quitaste, 
y aquel gris de la nube que me siguió hasta casa 
el día que no volviste conmigo.

Que no volviste, 
sin más.

Tres colores de antes 
que no pegan con la habitación de ahora.

Así que ahí está, 
encima de la mesa donde te abría las piernas 
mientras dinamitabas contra todo aquello 
que te ponía difícil la huida.

Incluida yo.

El problema es que te costaba tan poco 
bajarte la bragueta 
como subírtela. 
Y lo segundo siempre debería de resultar más complicado.

Además, hay otro problema, 
aunque creo que este es mío.

Me conocías más que nadie 
cuando te volviste un desconocido. 
Y empezaron a sonar balas en casa. 
Haciendo agujeros tan enormes en las paredes 
que mis vecinos me veían llorar.

Creo que dejamos de ser humanos 
cuando dejamos de querernos 
como se quieren aquellos 
que se quieren mucho.

Y empezamos a querernos 
como aquellos que no se quieren nada.

Una nada mucho más grande 
que cualquier amor.

Pero habría tenido todos mis hijos contigo, 
aunque no hubiesen sido humanos.

Ahora la palabra descendencia 
no pega con los colores de mi habitación, 
así que puedes masturbarte 
hasta que me escuches gritarte 
por el sumidero de tu ducha 
que yo ya no follo con desconocidos 
a los que conozco muy bien.

Ya solo finjo orgasmos.
Ni futuros. 
Ni verdades.

Solo orgasmos. 
A pares.

Y no pienso perdonarte, 
porque hace tres veranos no te importó 
que mi color preferido fuese mas tuyo que mío.

No te importó que tuviese que pintar de nuevo 
todas las paredes de un color 
que ahora tendría que fingir que es mi preferido.

Me corrijo, 
finjo orgasmos y colores.

Tu lado de la cama ahora tiene forma de astro; 
aun teniéndote cerca me parecía que te observaba 
a través de un telescopio 
a miles de kilómetros de mi.

Si pestañeaba 
ya te habías subido la bragueta. 
Así que mantenía los ojos abiertos 
hasta que me dolían.

He mirado seis veces por la ventana 
y te he visto doce veces cruzar la misma calle.

Eres el desconocido más guapo que conozco, 
pero lo siento, 
no pegas con el color de mi habitación.






4 comentarios:

  1. Me encanto esta poesía, con idea y vueltas y un final liberador. Me encanta como escribía. ABZ!

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    1. Muchísimas gracias Fernando, yo creo que a veces la poesía es la única forma de liberación.

      Un abrazo enorme!

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  2. no diré palabra, pues tus poemas me dejan sin ellas

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