jueves, 11 de febrero de 2016

Setecientas quince semanas.

Hoy hace ya unos cuantos meses 
desde nuestra muerte.

Supongo que nacimos con el primer beso 
y morimos con el último.

¿Y todos los que no te di? 
Solo sirven para hacer algo de poesía 
que poder leerle a alguien 
a quien no le importa si quiera, 
porque la escribí.

Mientras tú entras a hurtadillas en mi habitación 
y a la mañana, 
cuando abro los ojos, 
todo está hecho un desastre 
y me falta algo de mi ropa interior.

¿Estás vistiendo a tus ligues como yo? 
Prefiero que no me recuerdes, 
y me des así permiso para dejar de hacerlo yo.

El verde ya no te sienta bien; 
tus ojos están oscuros 
y perdidos en cualquiera de los lugares 
en los que hicimos el amor.

¿Qué duele más? 
¿Lo que se hizo y no puede repetirse? 
¿O aquello de lo que nunca tuvimos la oportunidad?

Y yo siempre digo que ‘’tú’’. 
Que eres tú el que duele, 
en cualquier manifestación.

Me corro de dolor, 
y el orgasmo me sabe gris; 
escupo bolas de pelo 
y mi gato interior me ronronea 
compadeciéndose de mi.

Me doy tres golpes en el pecho y se calma.

Ojalá tú no estés triste 
y tu risa contagie a la mía, 
aunque sea en otra boca 
de otros vaqueros 
de cualquier otro chico de esta ciudad 
que sigue tan enamorada de ti.

Yo no. 
Porque desde mi ventana te veo 
sobrellevando la vida sin mí, 
y creo que estás mucho más guapo 
que cuando andabas preocupado 
por todo lo que no íbamos a poder ser jamás.

Más guapo pero menos feliz. 
Y menuda contradicción de mierda, 
que lo se.

Me estoy desabrochando la camisa 
para enseñarle a aquel chico que me sonríe todas las mañanas, 
que tengo estrellas apagadas en el pecho.

Le he pedido que se quede a dormir 
y he llorado como una niña huérfana 
que no entiende que significa la palabra hogar.

Me ha desenredado el pelo 
y ha tirado el cepillo por la ventana 
para olvidarnos de esta noche, 
y le he querido un poco 
porque me ha permitido quererte sin reproches.

Hay que querer a aquellos 
que nos permiten querer 
a quienes no se lo merecen, 
porque nos dejan ser esa parte de nosotros 
que es siempre error.

Al día siguiente llamó preguntando 
si tenía un momento.

Me pegué el teléfono al pecho 
y miré por la ventana. 

Te vi de nuevo.

Creo que fue la última vez 
que nuestros ojos se cruzaron.

¿Podemos ser errores felices?

Volví a ponerme el teléfono en el oído.

‘’No me gustas ni la mitad que él. 
Pero me gustas mucho más de lo que me gusto yo. 
Y no me late el corazón tan deprisa 
como en aquella primera cita. 
Pero me late más que en todas estas 
setecientas quince semanas’’.

Y creo que le bastó.





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