miércoles, 21 de febrero de 2018

Ciertamente triste.

Noto las ausencias dentro de una habitación cerrada, con olor a madera putrefacta que ya no sirve de alimento ni a las termitas: me están devorando a mi. Las noto en las entrañas y les doy cobijo en un afán de sentirme viva. 

Los perros siguen ladrando pero ya no debe de ser a mi. Hace meses que no paseo: solo deambulo por los pasillos de un piso del que escapan lamentos. Las paredes hablan y me duele la cabeza. Y el tic-tac del reloj cada día se asemeja más a una bomba a punto de volar por los aires cualquier atisbo de recuperación. 

Si algún día alguien te recomienda, le diré que no. Que todo es tan mentira, que ni las ganas de que sea cierto pueden volverlo realidad. Que crueldad más enorme negarle a alguien las intenciones. 

Tantas veces te he perdido y tantas otras creí recuperarte, pero es cierto eso que dicen por ahí: nunca vuelve quien se fue, aunque regrese. Y da igual como o cuantas veces lo haga. La primera vez se lleva todo consigo. 

No todo el mundo puede estar triste, quiero decir, no es una elección propia. Uno tiene que merecer estar triste. Enormemente triste. Hasta que te duela el libro que no te lee, la ropa que no te quita y las manos que no le tocan. 

Una vez me sentí árbol y todas las ramas crecían hacia tu ventana. Necesitamos agua. Vamos, eso no se le niega ni a tu peor enemigo. 

¿Has debido de amar antes a todo el mundo que ahora odias? Como la mano derecha que necesita de la izquierda. Quiero soplar fuerte y esparcir todas tus cenizas por mi salón, seguiré poniendo tu programa preferido para que te sientas como en casa y cuando juguemos a los vientos, volveré a repetirte que yo elijo ser ciclón para cambiarlo todo de lugar. No va a importarme que el alma tenga memoria porque yo tengo poderes cuando nos abrazamos fuerte. 

Y me siento salvajemente encerrada, 
consentidamente domesticada, 
indomablemente adiestrada. 

Un animal de circo que no sabe si está enamorado del látigo o de su cuidador. 

En la zanja de todas mis heridas crecen naranjos con los que hago mermelada amarga que me quema la garganta. Ojalá supieses que tanta libertad me hace sentirme esclava de tu regreso. Menuda tormenta desde la ventana de la habitación que da a mar abierto; me recuerda a cuando hacíamos el amor. 

Hoy te he imaginado llorando y tus ojos se me han antojado más profundos que nunca. Y he querido que de veras lo estuvieses haciendo y poder sentirte humano. 

Empiezo a perder el tiempo, la paciencia y hasta los modales; 
y a ti, por supuesto. 

A ti te pierdo todos los días un poco más, 
a veces te pierdo amor, 
otras te pierdo furia, 
otras solo te pierdo poesía. 


Uno debe merecer estar enormemente triste, acertadamente triste, justamente triste; entiende que, las puertas del cielo, no se abren para todos.